Como cada añoCastillo de Canena nos sorprende con una nueva delicia para el paladar. En esta ocasión…
Una verdadera explosión de sabor picante, con salsa harissa, una receta típica del Magreb, a partir de pimentón, cayena, ajo, cilantro y alcaravea, que multiplica el frutado y el frescor del aceite de oliva…
Un aceite que destaca por su fluidez, equilibrio y frescor
Aceite de color rojo/anaranjado y trasparente. Perfil organoléptico que se corresponde perfectamente en nariz y boca, pero con el sorprendente picante natural de cayena en esta última. Destaca asimismo su fluidez y un amargo y picante en perfecta armonía con el propio picante proporcionado por esta mezcla de especias.
Con unas gotas de Castillo de Canena Arbequina con Harissa, conviertes unas pechugas de pollo, en un plato con sabor y personalidad. Ideal para salpicones de marisco, cuscús, tajines, mayonesas, patatas bravas, pollo, costillas, hamburguesas o pizzas.
Rosa Vañó y Paco Vañó, Propietarios de Castillo de Canena:
Hemos investigado en profundidad el mundo de la Harissa y la tradición y usos de los diferentes picantes asociados a la cultura Mediterránea. Así, hemos elaborado una variación, especial y única, de este condimento que maximiza, desde un punto de vista sensorial, el frutado y la percepción herbácea del aceite arbequino virgen extra, generando un picor y frescor en boca excepcionales.
Cuando hace 15 años, mi hermana Rosa y yo comenzamos el proyecto “Castillo de Canena”, lo hicimos sobre los sólidos cimientos que nos habían legado nuestros padres y generaciones anteriores de miembros de nuestra familia. Desde el principio tuvimos muy claro que éramos, por encima de todo, agricultores. Estábamos poseídos por un mandato moral que nos obligaba a preservar el campo, mimarlo, cuidarlo, regenerarlo y no olvidar nunca que la base de nuestro patrimonio eran los magníficos olivares de donde obteníamos, año tras año y cosecha tras cosecha, los frutos de los que extraer zumos extraordinarios y AOVEs de la más alta calidad. Habíamos recibido un singular legado pero que, en realidad no nos pertenecía, debíamos dejar a nuestros hijos la herencia de una tierra mucho más rica, más fértil y con más biodiversidad que la que nos había sido cedida por nuestros mayores.